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El reemplazo

  • Foto del escritor: Última Plana
    Última Plana
  • 26 oct 2018
  • 3 Min. de lectura

Por Oscar Vázquez

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He decidido romper el silencio, para bien de ti, para bien de mí; o, simplemente para interrumpir el eco dentro de mi cabeza, al menos mientras escribo. Tu ausencia llegó antes de que partieras y partiste antes de tiempo quedando tu espacio incólume como testigo de ello. Cuadernos por aquí, lápices por allá; cajones repletos de más cuadernos, de más lápices y de una bolsa llena de crucifijos como el que me regalaste –que bueno que mi teísmo no es el tuyo-; en fin, quedó tal cual lo dejaste: sin un ápice de ti pero con tu esencia colmando cada rincón.


Tu ausencia te hizo invisible por un tiempo hasta que, invariablemente, tu nombre salió a relucir en preguntas alusivas a misterios sin resolver, de las que sólo algunos compañeros de trabajo sabían las respuestas pero que para bien de la trama decidieron guardárselas para mejor ocasión, al fin y al cabo tu no regresarás. Pero había otra que conllevaba una consecuencia de la que sólo unos cuantos de esos “algunos” sabían, que tú sembraste y te hiciste partidaria con esa sonrisa que siempre te distinguía; yo tendría que cosecharla si aprovechaba la oportunidad y daba los pasos correctos con las herramientas correctas y, de lograrla, seguramente celebraríamos.


El paso A era precedido por el paso B y el C hasta llegar al último, mientras las dudas en la oficina aumentaban y las preguntas sobre tus prolongadas vacaciones comenzaban a romper con el equilibrio que toda buena trama debe tener, y en las preguntas venía tu nombre con ese perfume que bañaba las flechas que se dirigían hacia mí. Algunas lograba esquivarlas, otras no podía pues, si bien sabía lo que debía estar sucediéndote, no conocía de aquellos detalles minúsculos -si estabas bien, si ya habías terminado de leer aquel libro- de los que me hubiera encantado dar respuesta. Lo bueno fue que después de un tiempo me acostumbré a ellas y pude continuar con mis deberes.


Todavía recuerdo el momento que te conocí, los versos y la prosa que te escribí intentando descifrar tu sonrisa y tu mirada calculadora; tus gestos y risita aún retumban en mis oídos. El olor del café que un día te traje, los títulos de libros que te regalé, tus nervios –o mejor dicho los míos- cuando te enseñé a manejar, aquellos postres que comimos, tus ideas de grandeza, tus pasos indecisos; te creí distinta, te creí orquídea. Pero, sin duda, tus últimos actos fueron de una niña y no de la mujer que querías aparentar ser. Recalcaste odio contra mí, elegiste sin decidir y decidí alejarme, marcar distancia, tal vez eso ayudaría; pero ahora y después de algún tiempo te imagino como aquello que no es y que en algún momento quise que fuera, pero hoy creo que es mejor como es porque lo que seguramente hubiera sido no es nada deseable.


Pero te preguntarás por qué justamente te escribo –si acaso te llega- esta carta. Pues llegué al último paso. Emocionado de saber que ese famoso paso significa que yo esté por el camino que quiero seguir en los años venideros. Fascinado vi las etapas que lo conformaban, unas últimas preguntas y en veinte minutos concluyó.


Aquí estoy, feliz de la vida, con los brazos reposando en lo que era tu escritorio, sentado en tu silla –que cómoda es-, analizando tu desorden, el mismo del que te hablé a inicios de esta carta, me gustan las que lo rodean, es como una isla; me gusta, se puede respirar tranquilidad. Pero algo horrible pasó, algo que debo decirte y espero que con ello se detenga.


Los muros comenzaron a hablarme, -sí aunque no lo creas- y los lápices comenzaron a escribir tu nombre en los cuadernos; escuché tu risa, vi tus ojos, te olí y te sentí, por un momento te vi, estabas justo ahí acomodándote los pantalones, todo era tan real: tu ausencia que creía superada se convirtió en presencia insoportable; los muros se fueron contrayendo, la pequeña isla se hizo aún más pequeña y yo quedé encerrado en ella con tu silla como único soporte real a toda aquella locura, con tu esencia rodeándome; pero dieron las cuatro de la tarde y la hora de salida me liberó de aquel caos. Sé que es una estupidez, sé que no me creerás, sé que no te interesa y también sé que llegará mañana junto con el momento que tampoco me interesará y que los muros volverán a su equilibrada distancia; que la tranquilidad volverá a mí, que los lápices y cuadernos desaparecerán y con ellos los últimos resquicios de tu ausente presencia.

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