Por Aurora
En la mañana, las aguas diluvian en un millón de gotas cálidas. La hierba húmeda y el levante del sol traen consigo el renacer del día que nunca se espera, pero que da gusto abrazar.
Bajo el techo de cristal, en medio de nubes blancas y sedosas de la litera, moderando el ritmo de la respiración, contando infinitamente las rojas ovejitas, relajando progresivamente la complexión, se despliega la miríada de coloridos reflejos especulares de Natura.
Allí, entre el cielo y la tierra, se encuentra el lejano y inagotable amanecer, la contemplación del edén divino lleno de nubes teñidas de verde. Azules de ultramar y verdes esmeralda pintan el paisaje espectacular del bajo firmamento.
Las frondosas cimas se cargan de rocío. El ruido de las hojas desvanece. La vasta expansión de la oscuridad sepulta y engulle la densa selva. Al toldo de las caóticas estrellas, dentro del inmenso espacio neblinoso, se sucede el suave descenso. Unas resplandecen brillantemente, otras permanecen opacas.
Con todo, el lugar es sereno y armonioso. Las aves nocturnas canturrean. El obsidiano bosque siempre parece distinto por las noches, como si las coronas de los árboles fuesen piedras preciosas iluminadas por la tierna luz de la luna. Ella es quien alumbra aquel mundo inundado de bellezas y maravillas.
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