El familiar
- Última Plana
- 13 nov 2019
- 4 Min. de lectura
Por Iván Reugedub

A veces, sin pedirlo, ni quererlo, vienen a mí, recuerdos de mi infancia, pequeñas estrellas en una noche sin luna. Tantas historias de campo que quisiera a veces compartir, pues en mis vacaciones era obligatoria la visita a la familia paterna. Muy poco me preocupaba aquello, ya que adoraba la tranquilidad del campo y la compañía de animales que difícilmente podía tener en mi ciudad de Buenos Aires. Si bien mi niñez es secundaria en este relato, me permite introducir lo que aquí he venido a contar.
Como siempre en mi familia paterna los chismeríos, las brujerías y las leyendas estaban inmutablemente presentes en las discusiones como esa tierra arenosa y fina que se arraigaba al patio de cemento de la casa de mis abuelos. Una noche estábamos sentados bajo el cielo estrellado y mi tío le contaba a mi padre las noticias de aquellos pagos, que como muchos saben en lugares de campo por más que las casas estén separadas por kilómetros, sobre todo por espesos cañaverales, todo se sabe. Hay que tener en claro que allí, la televisión contaba con dos escasos canales en los que raramente se veía algo interesante. Por ende, el pasatiempo era escuchar las historias que en mi familia sabían relatar con tanta desenvoltura y las cuales en más de una ocasión habrían de quitarme el sueño como era el caso de la “Llorona”.
Recuerdo bien que empezó diciendo que había muerto un empleado del ingenio azucarero, que pertenecía a un terrateniente importante de la zona y dueño de las tierras de enfrente de la casa de mis abuelos, de una forma un tanto misteriosa. Según se sabía, había caído en uno de los hornos y el año anterior un suceso similar ya había acontecido en el mismo ingenio. Mi padre lo miró con su mirada perdida en los cañaverales y le contestó: “andá a saber que pacto habrá hecho con el diablo...o con el Familiar.” En mi inocencia, pensé en algún familiar cercano con el cual habría tramado algo, sin forzosamente tomar conciencia que era la historia de un crimen.
Mientras yo estaba sumergido en aquellos pensamientos, mi padre agregó con profundo recelo: “ha de ser por eso que los perros torean toda la noche asustados bajo la cama y mirando hacia allá” señalando el campo del terrateniente y escapándosele de su voz un pequeño acento nativo, de esas tierras, que solía esconder en la capital. Y era verdad que desde que habíamos llegado, a los perros de la casa se los escuchaba cada tanto en la noche profunda, ladrar con rabia y con miedo contra aquel tupido cañaveral y éstos venían a refugiarse bajo nuestras camas donde se los oía sollozar unos momentos hasta que mi madre y yo los acariciábamos para que dejaran de llorar.
Que interesantes son los recuerdos ya que en algunas de las conversaciones se solía decir que los animales veían a los espíritus y que aquellos que tenían el pelaje blanco eran portadores de la protección del lugar y eran los mejores para espantarlos. En ese momento, pregunté a mi padre qué era eso que él llamaba Familiar. A lo cual, él respondió: “Hijo, hace mucho tiempo los dueños de estas grandes fincas empezaron de la noche a la mañana a enriquecerse. Sus tierras se volvieron las más fértiles y sus animales los más productivos para la cría y la faena, nadie entendía el porqué de esto. Poco a poco fueron adueñándose de todo y acumulando grandes fortunas. Los brujos que conocían bien las mañas de la gente se dieron cuenta que esto se debía a que cada uno de estos terratenientes tenía a un Familiar como mascota. Esta cosa, suele tener la forma de un perro grande y negro que tiene la habilidad de transformarse en otros animales. Se dice también que es el mismo diablo que toma la forma de este animal.
Andá a saber qué es eso, lo que sí está claro es que es cosa e mandinga. Mientras la persona que hizo el pacto esté con vida, el Familiar se encargará de cuidar sus pertenencias a cambio de un sacrificio por año. Y en caso de que éste muera, deberá pasar el secreto a alguien, de lo contrario muere con su dueño.” Mi tío entretenido por el relato agregó: “suele siempre andar con una cadena y el dueño lo esconde en el ingenio, aunque a veces puede salir. No se deja ver con facilidad y es todavía más difícil de herir, esa porquería. Me acuerdo que un compadre una vez me contó que una noche cuando era chango en la casa de los vecinos había unos perritos chiquitos. Estos, empezaron a llorar, pero súbitamente se callaron. Cuando los fueron a ver, aparecieron sin cabeza... dicen que el perro de este compadre quería romper la puerta del miedo... de ahí, salieron a buscar al coso, y vieron un perro negro muy grande con una cadena gruesa que se escapaba, según parece al poco tiempo le perdieron la pista, pero se sabe que fue él que los mató.”
Durante mi niñez intenté muchas veces ver al Familiar en las noches cerradas y si bien la casa quedó deshabitada, siempre me ha de parecer que en esos cañaverales me vigila con sus ojos rojizos la bestia que protege las pertenencias de sus dueños, al son de unas cadenas que raspan contra el suelo, a cambio de saciar su sed de sangre...






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