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El ave y la ranita

  • Foto del escritor: Última Plana
    Última Plana
  • 13 abr 2020
  • 2 Min. de lectura

Por Jorge Del Cueto



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Érase una vez una pequeña rana que vivía al borde de un lago. Cada mañana se levantaba bien temprano y realizaba su rutina diaria: calentarse media hora al sol, ir a cazar ricos insectos, darse un bañito, dormir la siesta, charlar con los vecinos, tratar de cazar más insectos, limpiar la casita, cenar los insectos cazados y finalmente dormir llegada la noche. La ranita era feliz en su lecho al lado del lago. Pero era muy curiosa y siempre se preguntaba qué había más allá del horizonte que contemplaba…


Cada primavera se producía un suceso extraordinario, miles de aves de majestuosas alas blancas llegaban al lago. Parecían tremendamente cansadas y permanecían allí hasta el otoño… Nuestra ranita que era muy sociable se acercó a una de ellas:


--¿Cómo te fue el viaje este año?, preguntó.


--Agotador como siempre, respondió el ave, tardamos días en completarlo, ¡pero al fin llegamos!


--Y cuéntame qué viste en tu viaje, ¿de dónde vienes?


--Vengo de un lugar muy lejano, totalmente distinto a este. Allí todo es verde, los bosques son muy frondosos y hay en ellos millones de animales diferentes a los que puedes encontrar aquí. Los ríos son interminables. El sol brilla con más fuerza. A esa tierra de donde vengo la llaman América.


La ranita abrió los ojos de asombro e ilusión.


--Oh, me gustaría visitar aquel lugar de donde vienes… dime, ¿cómo puedo llegar allá?


--¡Debes cruzar un océano!


--Ah, entiendo, ¿y un océano es muy grande? ¿más que un lago?


--¡Jajaja muchísimo más amiga mía!


--¿Y tú podrías llevarme?


--Creo que es imposible, lo siento, no puedo llevarte conmigo…


La ranita quedó muy pensativa, varias veces intentó partir hacia América pero nunca llegaba demasiado lejos, siempre regresaba a su laguito. Pasaron las primaveras y nuestra ranita se iba haciendo viejita. Seguía haciendo su rutina y soñando con América, lo cual le ponía triste. Una noche lloró suplicando a las estrellas que hicieran realidad su sueño. Se durmió y ya no despertó jamás, la ranita había muerto.


Pasaron los meses y el cuerpo de la ranita desapareció en el suelo, se fusionó con las hojas y ramitas, formando una compacta materia orgánica. Allí lo esperaba una humilde semillita, que tomó lo que necesitaba para germinar y alimentarse hasta convertirse con los años en un robusto y precioso árbol. Con el tiempo el gran árbol floreció y dio unos brillantes frutos rojos.


Era otoño y las grandes aves de alas blancas se preparaban para partir del lago. Una de ellas se acercó al gran árbol al borde del lago y atraída por aquellos frutos rojos comió de ellos, necesitaba fuerzas para emprender su largo viaje.


Ese viaje le llevó muchos días, atravesó lagos, valles, montañas y el gran océano Atlántico. Al otro lado la esperaba un paisaje verdoso y un sol radiante. Finalmente llegó a tierra firme y exhausta se posó en el suelo. Descansó, bebió agua y depositó una pequeña semillita en aquella tierra fértil…


Pasados los años en aquella zona se ve un árbol único, es un árbol alto y fuerte, el más bonito y raro del lugar, pues no hay ninguno como él. Sus ramas son extrañas, parecen las patitas de una rana. Algunos dicen que el árbol sonríe.

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